¿Sesión completa?
Como cada día impar de este mes (el próximo mes creo que seré afortunada los días pares) me acerco a su calle y me paro frente a su ventana. Miro mi reloj, las siete y cuarto, todavía es temprano. Con la torpeza de unas manos heladas, las mías, busco un cigarro, lo enciendo y finjo estar esperando. No es necesario fingir, en realidad lo estoy haciendo, estoy esperando. Tercer piso, segunda ventana empezando por la izquierda; diez minutos y hará acto de presencia.
Pero antes, como casi siempre que vengo, me encuentro con el mismo holandés pesado con su puto perro. Saco el teléfono del bolsillo de la chaqueta, esquivo al animal, que debe oler mi excitación, o miedo y siempre se acerca, saludo al dueño con una sonrisa de mentira y llamo a un número que no existe. Los minutos se burlan de mí, me toman el pelo. Controlo por el rabillo del ojo al perro y su dueño mientras continúo mi monólogo con el móvil pegado a la oreja.
Por fin la luz se enciende. Entra en la habitación, lleva el albornoz verde y una toalla rosa enroscada en la cabeza. Lentamente se desprende del primero, regalándole a mis retinas la imagen desnuda de su cuerpo. Empiezo a agitarme, ella como siempre se mueve serena al ritmo de alguna melodía que mi oído, aunque se esfuerza, no alcanza escuchar. Se acerca a la cómoda y abre el primer cajón, es ahí donde guarda todas sus cremas. Tres tarros de diferentes potingues que yo desearía extender sobre su cuerpo. En cambio me conformo con ver cómo lo hace ella mientras mi excitación incrementa. A veces me da la impresión de que conoce mi presencia al otro lado de la ventana, que me regala cada gesto, cada movimiento. Sin embargo, otras veces me imagino cuanto me avergonzaría si me descubriera.
Pero antes, como casi siempre que vengo, me encuentro con el mismo holandés pesado con su puto perro. Saco el teléfono del bolsillo de la chaqueta, esquivo al animal, que debe oler mi excitación, o miedo y siempre se acerca, saludo al dueño con una sonrisa de mentira y llamo a un número que no existe. Los minutos se burlan de mí, me toman el pelo. Controlo por el rabillo del ojo al perro y su dueño mientras continúo mi monólogo con el móvil pegado a la oreja.
Por fin la luz se enciende. Entra en la habitación, lleva el albornoz verde y una toalla rosa enroscada en la cabeza. Lentamente se desprende del primero, regalándole a mis retinas la imagen desnuda de su cuerpo. Empiezo a agitarme, ella como siempre se mueve serena al ritmo de alguna melodía que mi oído, aunque se esfuerza, no alcanza escuchar. Se acerca a la cómoda y abre el primer cajón, es ahí donde guarda todas sus cremas. Tres tarros de diferentes potingues que yo desearía extender sobre su cuerpo. En cambio me conformo con ver cómo lo hace ella mientras mi excitación incrementa. A veces me da la impresión de que conoce mi presencia al otro lado de la ventana, que me regala cada gesto, cada movimiento. Sin embargo, otras veces me imagino cuanto me avergonzaría si me descubriera.