Morreu o conto
El chiringuito de playa en el que me citó estaba desierto a esas horas. Entré empujando la puerta de cristal y sobresaltando al gato que dormía plácidamente tumbado en la alfombra de la entrada, al otro lado. Me dirigí directamente a la barra y pedí un café. El camarero que me atendió era joven, no debía pasar de los veinte, y enseguida se apresuró a ofrecerme fuego cuando me vio rebuscar en el bolso. Bebí el café lentamente, a breves y distanciados sorbos, y al acabarlo comprobé la hora, antes de pedir otro; pasaban treinta minutos de las tres. Para no variar llegaba tarde.
Tres cafés y ciento noventa minutos necesité para comprender que no vendría.
Un poco revolucionada, no sólo por el exceso de cafeína en mi cuerpo, pagué la cuenta y me fui del local. Caminé hasta la arena, me senté y la llamé. No hubo respuesta. Insistí tres veces más, pero obtuve en todas y cada una de ellas el mismo resultado. Estuve unos cuantos minutos más sentada. Apenas había media docena de personas en la playa. Cuando empecé a sentir frío me levanté, y me dirigí a la orilla, cogí el móvil en mi mano derecha, y blandamente lo tiré al agua. Una chica que paseaba con su perro se me acercó:
- ¿Qué haces? ¿No ves que contamina?
Y en un abrir y cerrar de ojos se descalzó a mi lado, se remangó los pantalones hasta la rodilla y entró en el agua. Tanteó el fondo con los pies durante unos segundos, hasta que pareció encontrar mi teléfono, entonces se remangó también el jersey hasta el codo, e introduciendo el brazo en el agua pescó el aparato. Con él en la mano se dirigió a mí:
- Toma
Recogió las deportivas de la orilla y se marchó.
Yo también me marché de la playa, con el móvil mojado y lleno de arena en la mano. Al llegar al aparcamiento lo tiré en la primera papelera que encontré.
Tres cafés y ciento noventa minutos necesité para comprender que no vendría.
Un poco revolucionada, no sólo por el exceso de cafeína en mi cuerpo, pagué la cuenta y me fui del local. Caminé hasta la arena, me senté y la llamé. No hubo respuesta. Insistí tres veces más, pero obtuve en todas y cada una de ellas el mismo resultado. Estuve unos cuantos minutos más sentada. Apenas había media docena de personas en la playa. Cuando empecé a sentir frío me levanté, y me dirigí a la orilla, cogí el móvil en mi mano derecha, y blandamente lo tiré al agua. Una chica que paseaba con su perro se me acercó:
- ¿Qué haces? ¿No ves que contamina?
Y en un abrir y cerrar de ojos se descalzó a mi lado, se remangó los pantalones hasta la rodilla y entró en el agua. Tanteó el fondo con los pies durante unos segundos, hasta que pareció encontrar mi teléfono, entonces se remangó también el jersey hasta el codo, e introduciendo el brazo en el agua pescó el aparato. Con él en la mano se dirigió a mí:
- Toma
Recogió las deportivas de la orilla y se marchó.
Yo también me marché de la playa, con el móvil mojado y lleno de arena en la mano. Al llegar al aparcamiento lo tiré en la primera papelera que encontré.